Un tête à tête con la página en blanco

Es curioso cómo el último consuelo ante la tristeza siempre acaba siendo la escritura… y eso que hace tiempo que no logro empuñar la pluma para tratar de escribir algo coherente. Cada vez que lo intento, que se llena de algo la página en blanco frente a mí, siento que son jeroglíficos de un idioma extraño que desconozco y que no consigo descifrar.

Leer la Carta de Lord Chandos de Hugo von Hofmannsthal me hizo reflexionar sobre ello. En ella, Hofmannsthal nos habla de su incapacidad para continuar escribiendo ni una sola línea y la angustia que le produce el hecho de no lograr reconocer unas palabras salidas de su mano que, por ello, deberían ser suyas, pero no es así. ¿Hasta qué punto podemos realmente poseer el lenguaje? ¿Tenemos la legitimidad para hacerlo? ¿Por qué Hofmannsthal no logra reconocerse en lo que escribe?

Hace tiempo que a mí también me ocurre; aquellos cimientos de roble, duros como rocas, aquella escritura que creía mía, segura de sí, se ha derrumbado hasta desaparecer por completo, sin que me haya dado tiempo a suspirar un endeble adiós.

Sin embargo, ¿por qué me sigo aferrando, no obstante, a estos jeroglíficos sin coherencia? ¿Por qué insisto? Una agonía constante y sin remedio. Echo la vista atrás, hacia aquellos escritos ilusorios que de alguna forma conseguía crear, y me pregunto: ¿Es esto producto de mi creación? ¿Cómo conseguí que mi pluma llegara a articular esto? Pienso en una crisis creativa y solo logro reírme. Qué romántico podría parecer el solo nombrarlo…

Pero no. Desearía poder deshacerme de esta sensación tortuosa que siento cada vez que trato de armar las palabras más básicas y no sentir que estas se me escapan entre las manos, se ríen de mí, vuelan lejos… y no puedo atraparlas. en vez de eso, solo dejan incoherencia en su breve tránsito por la hoja.

Sí, desearía con todas mis fuerzas que se quedaran conmigo, aunque fuera mentira, una mera ilusión; la ficción engañosa que es pasto de consuelo para los ingenuos. Al menos desearía dejar de sentir esta angustia durante un breve período de tiempo, que ya sería algo.

Caminante, no hay camino

Caminante, no hay camino,

se hace camino al andar.

Somos uno con nosotros mismos y de nadie se ha de depender. El camino no es llano, sino más bien escarpado e irregular. Las piedras en él son sabias consejeras, que se interponen para quitarnos la ceguera de la que somos presos y que veamos las dificultades de la senda que atravesamos.

Muchas veces queremos creer, inocentes, que las rocas que pisamos nos sirven de apoyo, o que las ramas de los árboles que sobresalen nos sirven para aferrarnos a ellas y no caer. Es todo una burda mentira, el engaño exitoso del mayor estafador, pues las rocas se nos cruzan para hacernos tropezar y las ramas, como rosas con espinas, se escurren de las manos que las cogen y nos hieren. Son impostoras que se ríen de nuestro pesar y gozan nuestra aflicción.

No hay mayor virtud y admiración que saberse amar a uno mismo y solo en ti confiar. Nuestro mundo interior no nos engaña, y ni el mayor truhan puede ser capaz de quitarnos eso.

¡Quién fuera paloma!

¡Quién fuera paloma

para extender las alas y volar hasta tu ventana,

posarse con delicadeza sobre el alféizar

y observar tu amanecer cada mañana!

Con atención observaría

tus ojillos soñolientos que se abren;

Dan la bienvenida al nuevo día

mientras me miran desde la cama un breve instante.

Una bonita paloma se ha acercado hasta tu morada

para deleitarse mañana tras mañana

de cuán bello es tu despertar.

¡Quién pudiera atravesar las rejas

que con ímpetu separan

a la bella paloma de su enamorado!

S. J.

Soledad, querida compañera

Muchas veces durante toda mi vida me he preguntado qué es la soledad, ese terrible sentimiento que muchos temen, pero que otros anhelan de forma temporal a lo largo de su existencia.

El otro día, rebuscando viejos escritos, encontré uno de mi abuela que abordaba ese tema. «¡Cómo pesas a veces, soledad…!» clamaba a gritos el texto, un relato desesperado que pedía ser escuchado y comprendido. Debo admitir que se me llenaron los ojos de lágrimas mientras lo leía. Era un canto a la soledad en perfecto equilibrio entre la pasión y la angustia que enaltecía tanto sus virtudes como lloraba sus defectos. Y entonces me di cuenta de que hasta la persona que se encuentra entre la muchedumbre más abundante puede sentirse sola y desgraciada a veces.

La soledad puede no ser tanto una cuestión social como de espíritu, de sentirse en paz con uno mismo y enriquecer y explorar el propio interior. ¿Qué es la soledad…? Es extraño, pero las únicas veces que he vivido esa sensación ha sido en los momentos en que me sentía incomprendida. Incomprendida por la gente que no pudiera entender mis ideas, mis sentimientos, mis pensamientos…, pero no porque no hubiera gentío a mi alrededor que me acompañara.

Nunca he sentido miedo de la soledad, ni la siento ahora, que justamente vuelvo a reencontrar esos ratitos solo para mí. Mi abuela describe la soledad como las dehesas de su tierra, sentada sobre la hierba fresca mientras observa las flores de jara perladas por gotas de rocío y escucha el canto de los pájaros que se posan sobre las ramas de los árboles. Una escena tan bucólica me parece perfecta para un momento de soledad.

Yo, en cambio, descubrí el mío hace unos años cuando, rota por el dolor, no se me ocurrió mejor cosa que subirme a un mirador frente al mar, sentarme en un banco y comenzar a leer las aventuras del intrépido Jim Hawkins que Stevenson aguardaba por contarme, mientras de fondo solo se escuchaban las olas que estallaban en miles de partículas al chocar con furia contra las rocas. En aquel momento tampoco me atemorizaba la soledad, pero sí me daba pavor pensar que en cualquier momento pudiera pasarme factura el no temerla.

Eran momentos difíciles en los que creí que era mucho peor tener que encontrarme sola con mis pensamientos, y que quizá lo mejor era buscar el apoyo de mi gente. Mas… descubrí que estaba muy equivocada. Si no conseguía perdonarme y estar en paz conmigo misma siempre iba a estar sola por muchas personas que hubiera a mi alrededor. Y aquellos momentos de soledad con mi interior me ayudaron a reencontrarme, a bucear en mis pensamientos, aquellos en los que tanto temía ahondar, y, sobre todas las cosas, a perdonarme y no guardarme rencor.

La soledad, mi querida Mimi, no me parece que sea no estar acompañada, sino más bien no saberse valer por una misma ni perdonarse, porque al final del camino solo quedamos nosotros con nuestro propio interior, y eso es lo único que tenemos. Y a ti, mi amada abuela, con todo lo que tú eres, permíteme dudar que realmente escasees en esas cualidades, porque más bien arrasas con ellas, como con todo.

Que no vuelvan a ver mis pupilas esos preciosos ojos de gata inundados en lágrimas…, sino esa determinación y ese fuego interior que arde insaciable e incapaz de apagarse, dueños los dos de mi más profunda admiración y respeto.

Y yo digo: ¡Oh, soledad…! ¡Cuán necesaria eres a veces, en un mundo que no es capaz de comprender tu belleza!

La memoria es la perdición de la mente

“Todo tiempo pasado fue mejor”. Ingrato pensamiento; cruda certeza que todos hemos acariciado alguna vez. ¿Por qué constantemente tratamos de redimir nuestro presente y nos sumergimos en los recuerdos del pasado?

El ser humano nunca está satisfecho; siempre pide más. En busca de la felicidad, clara convención impuesta, nos transportamos a aquellos momentos lejanos en los que todo parecía, sino más fácil, más alegre.

Sin embargo, como un trozo de papel dentro de una botella de cristal que ha sido lanzada a la deriva, ya no podemos recuperarlos. Aquellos tiempos no volverán; nuestra vida no para de avanzar y no tenemos una segunda oportunidad para repetirla. Es la impotencia ante la arena del reloj que no deja de caer y no podemos detener hasta que se agote por completo.

No tenemos constancia de nuestro presente; un suspiro escapa de nuestros labios y ya ha agotado un segundo más de nuestro tiempo.

Por lo tanto, no dejamos de producir pasado. El segundo anterior que he citado ya se ha marchitado y ha entrado a formar parte de mi memoria. Una retentiva que, siendo exhaustivamente selectiva, solo guarda para el recuerdo aquello que extrañamente le place o que es de alguna importancia especial para ella, y lo demás queda en el destierro.

En esta existencia terrenal y transitoria, mayoritariamente compuesta por dureza y penalidades, cada uno se abre paso para lograr un atisbo de felicidad, ese dulce néctar que place a nuestros sentidos y hace que, por un momento, olvidemos toda la crudeza que hay detrás.

No queremos dejarnos vencer por la depresión, esos pensamientos que nublan nuestra mente y que tanto nos recuerdan las angustias vividas y el porvenir. Por eso, constantemente invocamos aquellos instantes alegres y sin preocupaciones, en un intento de empaparnos de la felicidad recordada y transportarla al ahora.

Qué inocencia; esfuerzo fallido. Pues es precisamente la rememoración de lo satisfactorio que no podemos volver a hallar en el presente, instante fugaz, lo que arranca de nuestras manos cualquier ilusión y nos arrastra de nuevo a las tinieblas del presente y el futuro incierto.

La memoria es, por tanto, la perdición de la mente; evocarla consiste en entrar en un juego peligroso del que podemos salir escaldados.